Homero
Cuando
de Troya los altivos muros ,
torres
marmóreas y dorados techos,
aviente
ya tornados en ceniza,
con sus alas el tiempo;
cuando
los carros y lucientes lanzas,
el
fuerte escudo y el bruñido yelmo
que
caldearon de un dios las fraguas rojas, —
de Aquiles de Peleo, —
con
vil orín enmohecidos yazgan
para
siempre olvidados, bajo el suelo
que
un día estremecieron y regaron
con la sangre de
Héctor;
cuando
ya hundidas las soberbias proras
que
al dárdano llevaron sangre y fuego,
ni
ondee al viento la turgente vela
ni el mástil se alce
enhiesto;
y
ni el recuerdo por el mar, flotantes,
traigan
ruines pedazos al viajero,
que
tragó para siempre el océano
el arenoso lecho;
cuando
nada recuerde ya la audacia
de
las fieras legiones del de Atreo,
Diomedes
muerto, muertos los Ayaces
y Aquiles también muerto;
rotas
ya las estatuas, muerto el Fidias
que
animara los mármoles penthélicos,
escombros
Parthenón, ruinas Athenas,
esclava Grecia, oh
griegos!;
entonces,
¿quién de la nación que el Ponto
ensordeció
con su terrible acento,
consolará
con la ínclita memoria
al lloroso
Archipiélago?;
entonces,
¿quién hará sobre los siglos,
inextinta
rodar en himno eterno,
la
memoria de aquella heroica raza?
¿Quíen? ¡el mendigo,
Homero!
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