lunes, 11 de junio de 2012

"Los Ángeles Anémicos";Vladimir Amaya, Editorial EquiZZero, 2011.



La creación poética es una decisión absoluta de la libertad, en el sentido que se trata de una aspiración de otra realidad y de otra disposición del orden lógico que la suele regir. Esto sucede en la poesía de Vladimir Amaya, la cual -en términos generales- constituye una representación lírica que tiene la misma o más fuerza que la realidad.

Todos estos poemas permiten un recorrido acerado por la intimidad del autor. A veces hay en ellos una deliberada tendencia hacia temáticas de atmósfera luctuosa y de penetrante sarcasmo; otras veces, Amaya logra una madurez expresiva que se manifiesta en un lenguaje – que sin malograr el buen lirismo – consigue la reflexión de problemas que afligen a nuestra sociedad.

El tema de la vida ocupa sitios importantes en la poesía de este joven autor. El escepticismo, el sarcasmo y las dudas existenciales logran lucidez dentro de una voz que se pregunta sobre su propio destino y el de otros; la presentación de los deslices habituales del hombre como certezas cotidianas, permiten el entendimiento del desarraigo y el absurdo de la vida.

En menos palabras, los textos de Amaya consiguen un certero equilibrio entre la filosofía y la expresión poética; pero más allá de esto, y de mayor importancia, quizá sea el hecho de que alcanza un depurado y mordaz lenguaje, en el cual, la metáfora y la ironía sirven como herramientas inefables para la representación de temas como del deseo, el amor, la violencia, la marginalidad y la muerte, conflictos que afligen al hombre moderno.
       

Karina Escobar Aquino


                     

                              Selección poética




Chirajito


                                a Karla, mi hermana.


La vida se apaga a cada instante.
Su aliento regresa a la raíz oscura
                            de un tiempo de ceniza.

Y la vida se va, y se vuelve pregunta
en cada salón o avenida donde dejó su huella.

Porque la vida queda como vela apagada,
como niebla encendida de murciélagos y flores.

Es una canción
a la que no se le recuerda
nunca más la  melodía.

Y es que la vida se apaga a cada instante.
En nuestra propia cama
se detienen sus relojes,
al cruzar la calle
se desvanece de entre sus clavos.

¿Por qué no decirlo?
¿Por qué no juzgar esta tumba en el espejo,
esta champaña de pájaros enfermos
revoloteando en la sombra?

Se apaga, se extingue
y en el rostro queda como lágrima de vasta sonrisa.
Ocurre así, tajante como la muerte.

En las bibliotecas,
en los hospitales,
en el supermercado.
En una calle oscura
la vida se apaga
como río que no lleva prisa,  
y como torrencial de aplausos negros
se escuchan bajo tierra
los labios que callan.

Se esfuma, desaparece.
Es un beso que acaba de pronto
aun dejando en nuestras venas el sabor de su saliva.
Es un plato menos en el almuerzo
un asiento más en los buses.

Y cómo detenerla,
cuándo detenerla
si cada momento que transcurre,
sucede la bruma
donde se gesta su partida.

Por qué negar esto,
si la última mirada de la abuela,
del hermano,
de aquel amigo era la nuestra.
Por qué negar que la vida se quedó ahí, perdida,
como cuando las oraciones se quedan en la infancia.

¿Por qué no decirlo ahora?:
la vida se apaga a cada instante
y siempre se nos va el corazón, en sostenerlo. 


Perpetuidad

Desgajada de toda tela
no hay más sábana que la de mi piel para cubrirte.
Sucumbe así, transparente, único cáliz diamantino,
pétalo desprovisto de toda rosa.
Déjame jadearte el vientre con mi corazón  desbocado.
Mis ojos desatados lamen tu epidermis a paso de lengua endiablada.
Tus pechos tiemblan en el remolino de mis manos.
Dentro de ti respira un sol de apresurada sangre.
En ti llegan a morir ángeles y hombres,
En ti es el infierno más dulce,
Eres el sismo en el fuego, ¡Arriba, abajo,
                                abajo, arriba , sexos en eclipse!  
En mi garganta tengo otros brazos para estrecharte la saliva.
Deja tu espalda arqueada sobre mi cadáver. 
La fricción sólo es instinto para no perderte en la turbulencia
y como la perpetuidad, el orgasmo sólo es un instante.
Sucumbe así, mujer, y entre tus piernas me arrodillo
                                                                /devoto a tu sudor
                                      para que me beses la tristeza.
Desgajada de toda tela      
no hay más sábana que la de mi piel para cubrirte.



Familia

Tantos rostros en mi sangre:
tío José, abuela Rosario,
primo Sergio
y Antonio, el hermano manco.  

Tantos rostros que llevo en la sangre
y aun así voy a morirme solo,
en este cuarto que fue de ellos
sobre este suelo donde sucedieron sus pasos.

Ah,
mi madre y su fe por corazón que no le sirvió de mucho,
mi padre y su lacia borrachera al hombro.
De ellos es el espejo donde ahora me arrodillo,
hablo a la cruz de sus sombras y nadie me responde. 

Inútiles sus vidas, ¡Todas!
Para nadie, sus horas en espiral por esta tierra.

Mi prima Susana, cántaro al río.
Mi hermana Beatriz, multiplicada a sus quince  melodías.

Y son tantos nombres y tanta niebla
para mi nombre solo    tan solo en este bosque de membrana.

La tía Olivia, olvidada en algún rincón de la guerra.
El sobrino Jafet, olor a comal, evangelio y ladrillo.

De todos ellos
esas voces atrapadas en los muros,
repicando en la sal gris de las horas.

¡Ah!, la familia.
Uno a uno
fueron anudándose en mis células,
Uno a uno,
todos
en cada coyuntura,
en cada vértebra.
Uno a uno
corrieron el velo de sangre:
El bisabuelo, el abuelo, el padre.
Sin embargo
yo fui siempre el primero
en tocar la campana de nuestra amarga piedra.
Uno a uno
en cada coyuntura,
en cada vértebra.
Todos
en uno de mis dedos
para morderme
el gesto de pan duro.

Ah, la familia,
ciudad de desconocidos
en el retrato de la sala.




La mínima prenda con que duermes


La prenda más pequeña con que duermes
es la última luz que se apaga en la ciudad.
Temblorosa melodía de algodón.
Delirio celeste y blanco
como cielo y mar de un mismo vuelo,
mínima estrella de un hermoso naufragio.

Sándalo grave,
cofre de un ave que reposa.

Prenda empapada
del sudor sagrado donde la llama resucita.

Prenda inquieta
suave y paciente como la hierba
corta y vital como un suspiro.

Pañuelo para vestirme  de ti.
Estación breve,
prenda siempre hecha a la talla del asombro.
Hebras de una nube que ponen freno a tu cintura.
Es la primera voz del silencio,
es clave fulgurante,
candado que claudica. 
Puerta abierta
durante el granizo y los asaltos. 

La prenda más pequeña con que duermes
es una prenda de ojos abiertos que me ayuda a mirarte,
a saberte entre las formas
a resolverte en el ancho misterio de la noche.




Escuché mañana decir que fue la muerte


Lejos de la luz, el rostro
y del rostro, la sombra.
Golpeteo de puertas en la sombra.
Rostro que cabalga el rostro
de la sombra, de la luz.
Puertas de rostros.
Rostros en las puertas, en la sombra
hasta dejar la luz llena de puertas
                                    y de sombras.





Vladimir Amaya




San Salvador, 1985. Estudiante de Letras en la Univerisdad de El Salvador. Miembro fundador del taller literario El Perro Muerto.

Algunos de sus poemas se encuentran publicados en revistas, periódicos y publicaciones electrónicas; además, en la obra colectiva El falso acorde del silencio, mínima antología del taller al que pertenece. Dirigió el boletín ocasional de poesía La huesera colectiva en la Universidad Nacional.

Ha publicado Una madrugada del siglo XXI (antología de poesía joven salvadoreña, 2010), el poemario Agua inhóspita (Colección Revuelta, 2010)  y Los ángeles anémicos (primera edición, Editorial EquiZZero, 2010).

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