Cuando con motivo de la reedición de La palabra del mudo, a inicios de los 70´s, el gran narrador peruano Julio Ramón Ribeyro —poco dado al dogmatismo literario— escribe su poética del cuento, dirá al respecto:
“El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo
desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace, es que
el cuento ha fallado.”
Es quizá este el mayor acierto de Antonio
Teshcal, ganador del XII Certamen
Literario Ipso facto 2022 en la rama de narrativa con Empleados públicos, libro en cuyo bagaje van a converger personajes
de la vida cotidiana, en un lugar ficticio llamado Malpais donde: corrupción, burocracia y mentiras van a tener
cabida; cada personaje ha sido creado a través de la óptica de quien mira al
mundo desde un observatorio: ni tan cerca como para fundirse con ellos ni tan
lejos para ignorar lo que acontece alrededor suyo. Empleados públicos, es sinónimo de historias bien contadas, con
personajes que viven en el imaginario colectivo con un desenlace que, sin duda,
será aceptado por el lector, pese a sus consecuencias.
Los editores
SELECCIÓN DE CUENTOS
Corruptos
Juan, tosco y boyero, a media tarde
en una cantina de Malpais, rodeado de otros hombres duros y padres de familia,
se refería a los profesionales:
— Mejor no estudiar, porque así
uno se mantiene derecho. El que estudia se vuelve corrupto, todos los
profesionales son mañosos. Conocí a un doctor que vendía recetas a gente de
pisto para que compraran de esas pastillas que ponen loco. Un farmacéutico que
hacía pastillas de puro almidón y bicarbonato y las vendía caras diciendo que
curaba los riñones. También a un ingeniero agrónomo que valoraba baratas las
tierras de gente endeudada para que amigos suyos las compraran. De los
contadores y abogados mejor ni hablemos. Y si no vean, el último caso está aquí
en el pueblo. El alcalde puso a un primo suyo a cargo del proyecto de poner
pavimento de concreto en las avenidas. El hombre, ¡ingeniero civil, oigan! Ya
recibió el material a utilizar, ¿y saben qué hizo el muy tacuazín? Vender
bolsas de cemento a tres dólares cada una... yo le compré diez porque estaban
baratas, chis.
El honor de nuestros ancestros
Para Armando
El joven Juan, agrónomo, originario
de nuestras tierras, de Malpais por mayores señas, catedrático universitario de
estatus quo, fue el elegido del
campus estatal para asistir a una capacitación sobre el manejo de recursos
naturales, instrucción que se llevó a cabo en el extranjero. A ese estudio
llegaron hombres y mujeres de todas partes del mundo. Entre ellos estaba el
también joven Chang, doctor, científico, habitante de una pequeña provincia de
un país de larga tradición histórica.
Juan y Chang se tuvieron simpatía,
quizá en buena parte por su cercanía generacional. En una de las pláticas que
sostuvieron (Chang dominaba el español, entre otras lenguas), Juan despejó
cierta duda respecto al ambiente laboral de su colega Chang:
— Amigo Chang, ¿le hicieron
firmar o le harán firmar, cuando vuelva, una carta compromiso que lo obligue a
producir y reproducir en su provincia el conocimiento adquirido en esta
capacitación?
— Oh, no, mi amigo Juan, eso no
es necesario para nosotros. Ese compromiso lo llevamos en nuestra sangre,
porque con nuestros actos dignificamos el honor de nuestros ancestros.
Al volver a sus
respectivas tierras, el novel Chang enalteció el honor de sus ancestros; en
cuanto al retorno de Juan —aún con carta compromiso—, el honor de nuestros
ancestros valió verga.
El sindicato
Para Segundo
«Han terminado estos años y años de
tiranía, el pueblo ha hablado, quiere un cambio. Ahora escribiremos la historia»
...eran las palabras de Juan, originario de Malpais, viejo obrero de una
institución gubernamental, fundada después de los acuerdos de paz. Era lunes y
ya se especulaban los cambios que los históricos comicios del día anterior
presagiaban. ¿Quién sería el nuevo director de la institución? ¿Qué jefaturas
arbitrarias se irían para siempre del lugar? Y, por supuesto, ¿se formaría el
sindicato? Pero debían calmar ansias para tomar el manubrio de la historia,
esperar dos meses para la toma de posición del mandatario y ver cómo cambiarían
las cosas. Y cuando el nuevo elegido dio su discurso, recalcó que los
sindicatos habían de conocer la luz en las instituciones públicas, donde se les
había vedado la oportunidad.
Las disposiciones para tal efecto
llegaron pronto a aquella institución, donde la cantidad de empleados era tan
numerosa que se tuvieron que hacer planificaciones previas en los diferentes
departamentos y unidades. Se coordinaron y designaron voceros para la primera
reunión informativa, sumando alrededor de treinta individuos con apenas un
representante por cada oficina de aquella verdadera ciudad institucional, cuya
extensión territorial era tal que no todos se conocían entre sí. Pero las
distancias se acortaban con historias laborales, chismes y demás enseres. Lo que
no se sabía se averiguaba pronto por diversos canales, confiables o no.
La primera reunión pro sindicato fue
dirigida por el nuevo director de la institución que —haciendo reseña de las
políticas de la nueva militancia en el gobierno— subrayó su total e
indiscutible acuerdo con los sindicatos, su política de asistir la
constitución, legalización y todo lo necesario. Ese primer encuentro no pasó de
ser un mitin.
En la segunda reunión, sin el
director ni mandos medios, todos los representantes de empleados rasos
discutieron la constitución del sindicato. La abogada delegada por el gobierno
para asesorarlos, mientras moderaba la reunión, nuevamente hizo hincapié en la
importancia de la figura sindical, funciones y obligaciones. La ocasión fue
ensalzada con la intervención de cada individuo, todos dieron discursos
favorables, entusiastas y hasta de rebeldía revolucionaria, hasta que la última
opinión dio un giro galvánico al ambiente. Se trataba de una mujer que frisaba
los cuarenta, muy bien conservada, de peso sano, jovial y empalagosamente
amable.
Todos quedaron atónitos con su
intervención, cuyas palabras, después, fueron rápidamente trasmitidas por los
delegados hasta sus demás compañeros, luego de los insultos que pretendían
esbozarla, pues pocas personas la conocían. Sus palabras se reprodujeron más o
menos así: «Yo no estoy de acuerdo con los sindicatos, no son necesarios, y
menos aquí, donde tenemos más prestaciones que las de ley, y un salario que es
hasta demasiado por nuestras obligaciones. Yo vengo de trabajar en la empresa
privada, y ahí no andan con estas cosas, ahí no andan contemplando a nadie. Yo
opino que no deberíamos de tener sindicato». Inmediata a esta intervención, la
abogada se apuró a cerrar la sesión para evitar dar la palabra a cualquiera,
que se adivinaban como botones de insultos. Remató la reunión no sin antes
memorar la importancia del sindicato.
Juan, representante de los
electricistas, fue de los más escandalizados. Haciendo aspavientos de su necia
y vociferada experiencia, su «hacerse viejo con pompa», según sus etílicas
palabras, hizo compromiso revolucionario —jurando a sangre sobre el Manifiesto
de los proletarios liberados (recientemente nacido en la febril ociosidad de
varios) — a investigar con prontitud de dónde venía aquella mujer, qué
fantasmas políticos la manejaban, además de lavarle el queso astutamente a su
favor y por la unanimidad del sindicato. «Me quito un huevo y la mitad de otro
si no lo cumplo, así como lo oyen, men»,
terminó diciendo para que no cupieran dudas.
Juan averiguó que era enfermera, su
nombre era Reina y tenía sólo mes y medio de haber sido contratada. Con
prudencia consiguió el mayor número de oportunidades para tropezar con ella
antes de la siguiente reunión, a realizarse dentro de diez días. Como
representante consecuente de las filas obreras, contó a sus camaradas los
pormenores de su primer encuentro, igual dio informe del siguiente y luego el
otro. La cuarta vez se produjo un día antes de la reunión, de ésta última
ocasión sólo informó que la había visto, no habló más.
Llegó el día de la convocatoria.
Reunidos en la sala de sesiones oficiales, estaban por fijar fecha para la
asamblea general y levantar el acta de constitución, se suponía que sería breve
pues ya todos estaban de acuerdo. Discutirían pormenores. Estaban por dar
inicio cuando Tomás, el representante de carpintería, dijo que esperaran a Juan
en vista de su notable energía para los asuntos ideológicos.
El número de asientos repartidos
frente a la mesa ovalada eran exactos, dejando libre sólo una silla la cual
estaba a la derecha de Reina. Después de la última reunión nadie quería
sentarse cerca de ella más que la abogada, que parecía haberse sentado a la
izquierda de ella de manera planificada. El circuito se cerraría con Juan, que
llegó con un aire que todos notaron sospechoso. Juan saludó según hora del día
y tomó el último asiento. Entonces inició la reunión.
Reina pidió la primera palabra, y con
intervención llana transmitió su mensaje de la última vez. Al terminar, la
mayoría volvió a ver a Juan, inconformes con sus resultados de lavarle el
queso. Esperaban el contragolpe. Al ver que se demoraba en intervenir, Tomás
habló para preguntar: « ¿Vos
qué opinás Juan?».
Juan levantó la cabeza, luego la
agachó lo suficiente para que los demás percibieran tal oscilación. La discreta
aguja segundera del reloj de pared fue lo único que llenó la habitación con
cinco pasos sudorosos. Entonces el hombre volvió a ver a Reina con pose de niño
regañado: «Yo...» dijo, y en ese momento la abogada alcanzó a ver como la
enfermera, bajo la mesa, disimuladamente deslizaba su mano con delicadeza sobre
la bragueta del pantalón oscuro de Juan mientras, como si nada, miraba a los
demás con una sonrisa licenciosa. «Yo, —repitió Juan— opino igual que Reinita».
Los
genios
Pedro, pasante en un laboratorio de
investigación de la Universidad Nacional, identificaba huevos de parásitos a
través del microscopio cuando el ingeniero Juan Zoo llegó al laboratorio para
pedirle informe al respecto. Dos días antes, él había remitido las muestras de
heces de animales de un hato de Malpais. Pedro aún no terminaba, dijo que le
daría respuesta en unos minutos. Mientras tanto aligeraron el tiempo
conversando.
— ¿Qué opina de los locos
ingeniero Zoo? —le preguntó sin desprender la vista de un huevo larvado,
pensando en cierto elogio que había leído recientemente.
— Los locos son de dos tipos
bachiller: los que saben que lo están y lo disfrutan, y los que no lo saben y
se complican la vida tratando ser felices.
— ¿Cuáles son los que no lo
saben?
— Esos son los más grandes
pendejos que hay, porque son tan tontos que creen que son genios y no se dan
cuenta que son pendejos.
— Ansino…
El ingeniero se tiró una risa leve,
triunfadora, científica, y agregó:
— Me dan lástima, yo en cambio sí
soy un genio.
Pedro desprendió la vista de los
oculares del microscopio y se ensimismó un instante.
— Si, pobrecitos… —le dijo,
pensado respecto a los más grandes pendejos— ¿Y usted es feliz ingeniero?
Antonio Teshcal
Quezaltepeque, El Salvador, 1984. Se licenció como médico veterinario zootecnista en la Universidad de El Salvador. Desde 2018 es Profesor Universitario de química en la Universidad de El Salvador, ingresando mediante concurso por oposición.
Ganador del primer
lugar, en la rama de narrativa, del Certamen de Creación Artística “Arte
Ibídem” (2004); Premio Único de Poesía en los XVIII Juegos Florales de Santa
Ana (2009); primer mención de honor en el Primer Certamen de Poesía “Ítalo
López Vallecillos” (2016); ganador del III Certamen de Literatura Infantil “Maura
Echeverría” (2019), en el género de narrativa; y ganador del XII Certamen
Literario Ipso Facto (2022), en el género de narrativa.
Obra poética publicada: Invierno (2009, 2022), Péndulo (2015, 2021), Sangre (2022) y Memorial bajo el cerezo (2022). Empleados públicos (2023) es su primer libro de narrativa en ser publicado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario